A las ocho de la mañana de este 29 de julio llegó al Pabellón de Santa María del Mar la primera Princefans, una chica rubia y madrugadora, que se plantó delante del acceso B para ser la pimera en pisar la zona reservada para el gran divo.
Más tarde, a eso de la una y media, empezaron a aparecer los siguientes melómanos forofos que se colocaban a la sombra de los pocos árboles de los aledaños del concierto tumbados sobre el asfalto al tiempo que se devoraban algún bocadillo adquirido en el chiringo al uso, con alguna cerveza pedida fría pero otorgada caliente.
A las cinco de la tarde se cortaron los accesos a dos kilómetros del mogollón, y a eso de las siete se abrieron dos de las tres puertas que conducirían a los chicos, chias, modernos, macarras y algún que otro abuelo curioso hacia la zona de gradas.
Hasta ese momento el ambiente se resumía entre las conversaciones nerviosas de los miembros de seguridad y los espectadores más apresurados, decenas de camiseteros intentando hacer el agosto vendiendo la prenda del signo de los tiempos con cara de Prince incluida, plumillas y fotógrafos tratando de enterarse de alguna exclusiva, y municipales, policías nacionales, guardias civiles, personal sanitario y demás encargados del orden intentando solucionar todos los problemas.
Ciento cincuenta coruñeses contratados por el Ayuntamiento y 60 madrileños de una empresa privada eran quienes lucían la camiseta del 29, número mágico de una noche que se prometía espectacular. Cada uno de ellos con su zona de trabajo: escenario, puertas de acceso, zona VIP, zona de detrás de la escena y exteriores del recinto. Ellos son también los encargados del cacheo usual en este tipo de multitudinarios conciertos: nada de cámaras, nada de grabadores, ni vidrio, ni latón, ni alcohol... ni nada que pudiese agredir la figura del gran divo.
Ambulancias especiales y personal sanitario extra requerido del Hospital Juan Canalejo, además del ya contratado, componían la plantilla de la Cruz Roja. Por otra parte, autobuses de línea regular circulaban con más frecuencia que nunca para traer al escenario de los hechos a todos aquellos que no quisiesen meter su vehículo propio en tal tinglado.
Cuatro furgonetas blancas pintadas de Prince venderían hasta la última hora todas las entradas posibles. Un millón setecientas mil pesetas se habían recaudado durante la mañana en las taquillas de la plaza de Orense y del Palacio de Deportes, y por la tarde el preciado papelillo se desprendía del taco común como rosquillas.
Y fue a las tres de la tarde cuando el príncipe Prince, descendió a los terrenos de la plebe para ensayar en un escenario recién montado. De vez en cuando los que esperaban fuera apelotonados podían escuchar el piano del divo y algún que otro acorde de canción super conocida.
La cesta del globo aerostático que iba a utilizar para su espectacular entrada, permanecía sobre un remolcador tras del escenario, en espera de la hora oportuna.
- Coruña... are you ready?
Con estas palabras saludaba el principe de Minneapolis a un estadio de Santa María del Mar que nunca anteriormente se había visto tan rebosante de gente. Miles de pares de brazos vestidos de camisetas blancas aplaudían, sin tregua, a Prince Roger Nelson, el más esperado, admirado y demoledor de todas las figuras del pop.
Después de la actuación de Lois Lane que consiguió animar, más si cabe, a un público que ya no necesitaba granes incentivos, el escenario volvió a hacerse oscuro hasta las diez y media de la noche, hora en que, tras repetidos silbidos y olas humanas hechas entre el personal de las gradas, un impacto violeta en forma de luz de cañón deslumbró, por un momento, a todos los presentes; ya no había duda, era él, después de las polémicas y de los comentarios adversos, metro y medio del gran Prince salió a escena con la obertura The Future.
Al tiempo que las luces se transformaban en verdes, amarillos, rojos y azules, la niebla artificial invadía el recinto; los forofos de las primeras filas bajo el escenario echaban de menos más espacio para descargarse de la emoción. Se oyeron los primeros acordes de la noche. La multitud de focos multicolores iba y venía, cambiaba y repetía sus formas en un escenario limitado por dos grandes ojos que parecían omnipresentes. Además de ello, un par de pantallas de vídeo nos daban y nos quitaban las imágenes donde intentaban confluir todas las expectantes miradas.
Miles de bocas atónitas, incapaces de articular palabra, siguieron paso a paso los movimientos del principe: recorridos instantáneos a lo largo de las tablas, subidas a las tarimas, bajadas por las escaleras, contoneos sexuales y bailes encima, debajo y al lado del piano.
El atuendo primero del príncipe era el de un hippie blanco acampanado con nudo de blusa incluido, cuello dibujando el signo de los tiempos y tacones haciendo juego. Apareció con la guitarra en bandolera, la melena al viento, una gran sonrisa al público y una barba de tres días que inspiraba ternura.
Detrás de él, una corte de bailarines mulatos, que nada tenían que envidiar a cualquier gloria pasada. Los intrépidos saltimbanquis se comían los inacabables metros de escenario en menos de lo que canta un gallo e iban, venían, brincaban y revoloteaban con brazos y piernas de goma.
Unas letras con el nombre del cantante contemplaban desde las alturas y en tipografía de cuento de hadas, todos los movimientos del personaje de esta historia casi de ficción, mientras que los ademanes y posturitas del divo no dejaban lugar a duda: unos treinta mil coruñeses, cientos de portugueses, algún asturiano o leonés y más de un vigués desertor por un día de su tierra, tenían ante sí al artífice de la lluvia púrpura.
- Do you love me?... I love you too.
Los gritos de la estrella se fundían con los de la mulata Rosy James en una melodía de locura. Poco después sonaron los primeros acordes de la esperada Purple Rain. ES estadio se convirtió en un campo de velas románticas, en perfecta adecuación con la gran composición, quizás la más esperada de la noche. Un Prince que poco antes nos había lanzada su blusa sudorosa, nos decía ahora, lleno de sentimiento y amor, que nunca había querido ser un amante de fin de semana.
Las fans más empedernidas se sujetaban la cabeza como si fuese a salirse de su órbita, y los más enamorados aprovecharon para darse un besito entre tanta ternura.
Sin embargo, poco duró tanta quietud, a los pocos minutos, después de fundirse en el corazón inmenso de Nothing Compares To You, se elevó sobre la escenografía el murciélago de Batman para dar paso a la banda sonora de la película más taquiellera del año. Hubo Batman y Batdance, escalofríos y susurros, gritos y aplausos sin cesar. Prince increpaba continuamente a la ciudad de A Coruña con un acento americano que se hacía querer, y los coruñeses no perdían ocasión, para tararear, en un inglés poco homologado, cualquier estribillo sabido.
Llegó la hora de la despedida y un good bye rápido que dejó helados a los asistentes y una carga de fuegos artificiales multiformes y transparentes, acabaron por poner la nota de color a la noche. Sin embargo, los melómanos del super Prince seguían atendiendo a un escenario vacío sin dar crédito a sus ojos. Poco más de una hora de concierto había pasado, y los asistentes no se resignaban a volver a casa con el sabor a poco en sus cuerpos.
Como era de esperar, y al grito de "otra, otra", volvió el esperado ante su público para deleitarle con un par de canciones más. Y así se queda la cosa. El príncipe hizo mutis por el foro con el brazo en alto, pero esta vez para no regresar. Dejó a los asistentes desconsolados e incrédulos; el gran héroe había estado allí, pero su presencia no había bastado dejó a todos con las ganas de escuchar Time, Lovesexy... que no sonaron en A Coruña.
Fuente: "El Correo Gallego" Número: 39.147 Lunes, 30 de julio de 1990.
Fuente: "El Correo Gallego" Número: 39.147 Lunes, 30 de julio de 1990.
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